viernes, 8 de abril de 2022

Gilles de Rais (Barba Azul).

En esta ocasión voy a enseñaros al que probablemente sea uno de los asesinos en serie que más llame la atención para muchos. Francamente Gilles de Montmorency-Laval, barón de Rais, es posible que haya sido uno de los peores y más atractivos males de la historia, con el agravante de que sea francés. Catalogado como el primer pedófilo y asesino en serie de la historia.
Antes de nada cabe resaltar que dada la poca cobertura informativa de la época, nos tenemos que fiar de los documentos históricos de la época o ensayos de investigación y divulgación que datan de este siglo XXI, uno de ellos es del reconocido satanista Aleister Crowley.
Paso a diseccionar a este singular personaje. Gilles de Montmorency-Laval, nació en el año 1404, a las orillas del Loira, región de la espectacular Bretaña francesa. Fue criado como cualquier noble de la época, salvando que había nacido bajo el signo de Marte y la guerra fue su vida, conoció a Juana de Arco, Doncella de Orleáns, y combatió a los ingleses e hizo grande a Francia, propiciando la ascensión del Delfin Carlos VII; estaba enamorado de Juana y mataba por ella. Resaltar que tanto Gilles como Juana, se sospecha que eran esquizofrénicos, cosa que le da un toque, llamémosle especial y característico.
Juana de Arco y su fiel escudero Giles.
Una vez sabido el contexto histórico pasemos a lo que de verdad ha hecho que su figura tenga connotaciones tan malévolas, advierto que la historia promete, no deja indiferente a nadie.

Tras la ejecución de su amada, Gilles se abandonó a una vida de hedonismo y cultura, tocando temas que lo encauzarían a la vía del descenso. Alquimia y ocultismo ocupaban todo su tiempo, no tardando en abrazar el satanismo; haciéndose incluso rodear por un nutrido grupo de extraños personajes que lo guiaban por este atractivo camino.

Esta nueva vida provocó que Gilles dilapidara rápidamente buena parte de la fortuna de su familia, la cual era considerada la más rica de Francia. La proximidad de su ruina y su obsesión por la alquimia propiciaron que Gilles iniciara la búsqueda de la legendaria piedra filosofal (sí, seguramente se te venga a la cabeza la saga de Harry Potter y su primera entrega, más allá de eso resulta ser una sustancia que según la alquimia tendría propiedades extraordinarias, como la capacidad de transmutar los metales vulgares en oro). Para ello requirió la ayuda de los expertos alquimistas de la época. Dado que los Círculos Herméticos (lugar de reunión y estudio de los alquimistas) tenían su sede en París, y que él no tenía pensado dejar su residencia por miedo a ser capturado por los ingleses, Gilles hizo llamar a los mejores transmutadores instalándolos en su residencia, el castillo de Tiffauges, con todas las comodidades.
¿Existe de verdad la famosa piedra filosofal?
El castillo de Barba Azul en Tiffauges, construido en el siglo XI, donde dicen que Gilles perpetró sus atrocidades.

Pasada una infructuosa búsqueda y alguna experiencia que casi aleja a De Rais del camino, llegó de Italia François Prélati, un embaucador que acabaría encandilando a nuestro "querido" Gilles, llegando incluso a convertirse en amantes.

La piedra filosofal no aparecía, las arcas del noble se continuaban extinguiendo, así que el grupo de ocultistas dio un consejo al crédulo místico que cambiaría el curso de la historia, le aseveraron que para conseguir la piedra filosofal necesitaría ayuda ultraterrena, y para “comprar” esa ayuda era necesario un pago de sangre. Como Gilles de Rais no estaba dispuesto a enajenar su vida a cambio, se le exigió un pago con crímenes.

En este momento comienza la espiral. Tras una temporada en la que Gilles de Rais y sus secuaces se abandonaron a las más excelsas orgías de comida y bebida, se da el pistoletazo inicial del destejido de humanidad de estos seres, aquí empieza lo truculento de verdad.

“No había mujeres en el castillo; Gilles las rechazaba. Pero perseguía a los monaguillos de su capilla, que había escogido más allá de sus tierras, a los pequeños bellos como ángeles”. Fueron los únicos a quienes amó, los únicos a quienes perdonó en sus días de asesino. Según sus declaraciones, se limitaba a beber el semen de los monaguillos, a frotar su miembro contra el vientre de los niños y eyacular sobre ellos. Pero pronto se cansó de ello; necesitaba derramar sangre para satisfacerse. La primera víctima de Gilles fue un niño pequeño cuyo nombre se ignora. Le degolló, le cortó las manos, le arrancó el corazón, le sacó los ojos y lo llevó a la habitación de Prélati. Ambos lo ofrecieron al diablo con apasionadas letanías. Pero el diablo se quedó callado. Gilles, exasperado, huyó. Según confesaría tiempo después en el juicio de Gilles de Rais, Prélati envolvió los restos en una sábana y, temblando, fue por la noche a inhumarlos en tierra santa, junto a una capilla dedicada a San Vicente. Conservó la sangre, con la cual Gilles de Rais escribía sus fórmulas de invocación y sus libros de conjuros.
La capilla de San Vicente, en el castillo de Tiffauges.

Entre 1432 a 1440, es decir, durante los ocho años comprendidos entre el retiro militar del Mariscal y su muerte, los habitantes de Anjou, Poitou y Bretaña, erraron sollozando por los caminos. Todos los niños desaparecían. Los pequeños pastores eran raptados en los campos; las niñas que salían de la escuela, los muchachos que iban a jugar por las callejuelas o en los linderos de los bosques no regresaban. En el curso de una investigación que ordenó el duque de Bretaña, los escribas redactaron interminables listas de niños desaparecidos. Fueron centenares de nombres. Narraban además el dolor de las madres que interrogan a los viandantes en los caminos, los lamentos de las familias. Estas frases se repitieron una y otra vez. En todas partes donde se establecieron los osarios de Gilles, las mujeres lloraban. Al principio, el pueblo, asustado, lo atribuyó a las hadas malignas; a los genios maléficos que dispersan la prole, pero poco a poco, les asaltaron las sospechas. En cuanto el Mariscal se desplazaba, cuando iba de su fortaleza de Tiffauges al castillo de Champtocé, y de allí al castillo de la Suze o a Nantes, dejaba tras sus pasos estelas de desapariciones.
Atravesaba un campo y al día siguiente faltaban niños. Con temor, los campesinos observaron también que por todas partes por donde pasaban Prélati, Roger de Bricqueville, Gilles de Sillé, todos los íntimos del mariscal, los niños desaparecían. Finalmente se dieron cuenta con horror de que una anciana, Perrine Martin, vestida de gris y con el rostro cubierto, rondaba por allí; se acercaba a los niños, que la seguían hasta el lindero del bosque, donde unos hombres los amordazaban y se los llevaban en sacos. Y el pueblo, espantado, llamó a aquella proveedora de carne “La Meffraye”, nombre de un ave de presa.
Gilles de Rais sólo secuestraba niños. Todos tenían entre siete y catorce años. Sus enviados explicaban que el gran barón, el héroe que había liberado Francia peleando junto a una Santa, iba a enviarlos al extranjero para que recibieran una educación adecuada. Si los padres no estaban presentes, los cómplices se limitaban a secuestrar a los niños mientras jugaban en las calles. Aparte de las víctimas que le conseguían sus ayudantes, se instalaba en las ventanas del castillo y cuando los mendigos jóvenes, atraídos por la fama de su generosidad, acudían a pedir limosna, los escogía con la mirada, hacía subir a aquellos que le gustaban y los arrojaba a una mazmorra. Al anochecer, cuando sus sentidos estaban excitados, Gilles de Rais y sus amigos se retiraban a una habitación apartada del castillo. Allí llevaban a los niños encerrados en los sótanos. Los desnudaban y los amordazaban; el Mariscal también se desnudaba; luego los violaba, cortándoles después con la daga, complaciéndose en desmembrarlos vivos poco a poco. Otras veces les abría el pecho con su daga y bebía el aliento de sus pulmones; les rasgaba también el vientre y lo olfateaba, agrandando con sus manos la herida, y se sentaba dentro. Entonces, mientras se frotaba con los excrementos escapados de los intestinos de los niños, se volvía un poco y miraba por encima del hombro, para contemplar las convulsiones, los últimos espasmos.

Él mismo declararía “Me sentía más contento gozando con las torturas, las lágrimas, el espanto y la sangre, que con cualquier otro placer”. Después se cansó de los deleites fecales. Un pasaje del proceso informa que “dicho señor se excitaba con muchachos, algunas veces con chiquillas, con las que cohabitaba abriéndoles un agujero en el vientre y aseguraba que le causaba más placer y menos trabajo que por la vía natural”. Después de lo cual les serraba lentamente la garganta para penetrarlos por las abiertas heridas del cuello, empapándose de sangre y eyaculando allí. A un niño llegó a vaciarle los ojos y romperle parte del hueso para después, mientras su víctima daba alaridos de dolor, penetrarlo por las cuencas vacías y sangrantes. Luego colocaba el cadáver, las sábanas, las ropas, en el brasero del hogar de la chimenea, lleno de madera y hojas secas, y arrojaba las cenizas a las letrinas, al viento desde lo alto de una torre, y a los fosos y las zanjas.
La necrofilia se apoderó después de él. Violaba a los niños muertos. Tras torturar y destazar vivas a sus víctimas, apilaba los miembros cercenados en un salón, como si fueran troncos. Besaba, con gritos de entusiasmo, los trozos de sus víctimas, establecía concursos de belleza sepulcral y, cuando una de aquellas cabezas cortadas obtenía el premio por ser la más hermosa, la levantaba por los cabellos y besaba sus labios fríos y ensangrentados.

También bebía la sangre de los niños asesinados. El vampirismo le satisfizo durante unos meses. Un día en que se agotó la provisión de niños, destripó a una mujer embarazada para manosear el feto. Después de esto caía, agotado, en profundos sopores.
Practicaba además una especie de juego perverso con algunos de los niños. Cuando uno de ellos era llevado a su aposento, Prélati y Sillé lo desnudaban, lo colgaban de un gancho fijo en la pared, lo golpeaban repetidas veces en el vientre y en las piernas y, en el momento en que el niño estaba a punto de desmayarse, Gilles entraba al cuarto, ordenaba con enojo que lo liberaran de la cuerda y cogía al pequeño con sumo cuidado. Curaba sus heridas, lo ponía sobre sus rodillas, lo reanimaba, enjugaba sus lágrimas y le decía señalándole a sus cómplices “Estos hombres son malvados, pero me obedecen. No tengas miedo. Voy a llevarte al lado de tu madre”. Y cuando el niño, llorando y presa de la alegría le daba las gracias y le rogaba que lo devolviera con su familia, él le cortaba suavemente el cuello por detrás. Según la propia expresión de Gilles de Rais, lo ponía lánguido. Cortaba sin importarle los gritos del niño hasta que su cabeza, un poco separada del tronco, colgaba hacia adelante entre chorros de sangre. Él tomaba entonces con brusquedad el cuerpo, le daba la vuelta y lo violaba rugiendo, según los testimonios de sus compañeros. Durante todo el proceso, el niño continuaba vivo, aunque el corte lo había dejado paralítico. Al terminar, cortaba un poco más, hasta llegar a la médula espinal, y el niño moría asfixiado lentamente. Para entonces, Gilles y sus amigos ya se habían ido del cuarto, apagando las luces, y lo dejaban allí para que muriera solo en la oscuridad.
Tras estos espeluznantes juegos, le manifestaba a sus amigos “No hay nadie que se atreva a hacer lo que yo hago. He nacido bajo tal estrella que nadie en el mundo ha hecho ni podrá hacer jamás lo que yo hice”. El valiente militar, el hombre que acompañó a Juana de Arco y comulgaba cada mañana acompañado de una santa, el joven que había sido nombrado Mariscal de Francia, era un despiadado infanticida y cometía en su castillo las peores atrocidades. Los textos de la época calculan de setecientas a ochocientas víctimas, pero el número parece inexacto. Regiones enteras fueron devastadas; la aldea de Tiffauges dejó de tener niños; la Suze carecía también de ellos. En el Castillo de Champtocé, el foso de una torre estaba lleno de cadáveres. Un testigo citado en la investigación, Guillaume Hylairet, declaró “que ha oído decir a un sujeto llamado Du Jardin que había encontrado en dicho castillo una cisterna completamente llena de niños muertos”. Todavía a comienzos del siglo XX, en Tiffauges, un médico descubrió una mazmorra y extrajo de ella montones de cabezas y de huesos.
Castillo de Champtocé.

Entonces el remordimiento lo invadió. Vivió expiatorias noches, asediado por fantasmas y aullando a la muerte como una bestia. Aparecía corriendo por los lugares más solitarios del castillo mientras se mesaba los cabellos y se arrancaba mechones. Lloraba, se arrodillaba, juraba a Dios que haría penitencia, y prometió crear fundaciones piadosas. Instituyó en Machecoul una Colegiata en honor a los Santos Inocentes; habló de encerrarse en un claustro, de ir a Jerusalén mendigando su pan. Pero esos episodios de arrepentimiento duraban poco. Cuando la lujuria volvía a invadirlo, pedía que le llevaran más niños. Tomaba a alguno de ellos, lo desnudaba y luego le hundía los dedos en los ojos, reventándolos, revolviendo con sus dedos los globos oculares. Luego lamía los pedazos. Y después un garrote de espinos y golpeaba la cabeza del niño, hasta que el cráneo se reventaba y el cerebro salía. Entonces Gilles de Rais rechinaba los dientes y soltaba una carcajada. Devoraba parte del cerebro y luego, como una bestia acorralada, huía a los bosques, mientras sus ayudantes lavaban el suelo y se desembarazaban del cadáver. Vagaba por horas en los bosques que rodeaban Tiffauges. Sollozaba mientras caminaba. La gente de las aldeas veía pasar al enloquecido Gilles de Rais y lo habían bautizado como “Barba Azul”, a causa de su negrísima y lustrosa barba, que daba tintes azulados de tan oscura. No se atrevían a enfrentar a su señor y, por otra parte, el rey y los nobles no tenían interés en defender a los niños muertos, que eran hijos de campesinos y labriegos y cuyas vidas eran propiedad de su amo.”
Castillo de Machecoul.

Fue Juan de Malestroit, Obispo de Nantes, quien decidió enfrentar al homicida.
Juicio de Gilles, con el obispo Jean de Malestroit, 1440, Francia.

Y tras hallar causa decidió emprender una acusación, luego de embarazosos episodios en los juicios logró sacar la siguiente confesión a Gilles de Rais.

“Yo, Gilles de Rais, confieso que todo de lo que se me acusa es verdad. Es cierto que he cometido las más repugnantes ofensas contra muchos seres inocentes, niños y niñas, y que en el curso de muchos años he raptado o hecho raptar a un gran número de ellos. Aún más vergonzosamente he de confesar que no recuerdo el número exacto y que los he matado con mi propia mano o hecho que otros los mataran, y que he cometido con ellos muchos crímenes y pecados. En todas estas viles acciones yo fui la fuerza principal (…) Confieso que maté a esos niños y niñas de distintas maneras y haciendo uso de diferentes métodos de tortura a algunos les separé la cabeza del cuerpo, utilizando dagas y cuchillos; con otros usé palos y otros instrumentos de azote, dándoles en la cabeza golpes violentos; a otros los até con cuerdas y sogas, y los colgué de puertas y vigas hasta que se ahogaron.

Confieso que experimenté placer en herirlos y matarlos así. Gozaba en destruir la inocencia y en profanar la virginidad. Sentía un gran deleite al estrangular a niños de corta edad, incluso cuando esos niños descubrían los primeros placeres y dolores de su carne inocente. Me gustaba meter mi miembro viril en los culos de las niñas que no sabían todavía para qué servían sus otras partes. Dejé que mi semen impregnara los cuerpos de estos niños y niñas hasta cuando estaban agonizando. Éste no es el final de mis execrables crímenes. Siempre me he deleitado con la agonía y con la muerte. A aquellos niños de cuyos cuerpos abusé cuando estaban vivos, los profané una vez muertos. Después de que hubieran muerto, gozaba a menudo besándolos en los labios, mirando fijamente los rostros de los que eran más bellos y jugueteando con los miembros de los que estaban mejor formados.

También abrí cruelmente los cuerpos de aquellos pobres niños o hice que los abrieran en canal a fin de poder ver lo que tenían dentro. Al hacer esto mi único motivo era mi propio placer. Codiciaba y deseaba carnalmente su inocencia y su muerte. Con frecuencia, he de confesar, y mientras esos niños estaban muriendo, yo me sentaba sobre sus estómagos y experimentaba gran placer en oír sus estertores de agonía. Me gustaba que un niño muriera debajo de mi cuerpo, u observar como uno de mis criados cometía actos de sodomía con un niño o una niña y lo mataba después. Solía reírme a carcajadas a la vista de un espectáculo así (…) Ordenaba que Griart, Corillaut y los otros convirtieran después en cenizas los cadáveres de mis víctimas (…) Me gustaba ver correr la sangre, me proporcionaba un gran placer. Recuerdo que desde mi infancia los más grandes placeres me parecían terribles. Es decir, el Apocalipsis era lo único que me interesaba. Creí en el infierno antes de poder creer en el cielo. Uno se cansa y aburre de lo ordinario.

Empecé matando porque estaba aburrido y continué haciéndolo porque me gustaba desahogar mis energías. En el campo de batalla el hombre nunca desobedece y la tierra toda empapada de sangre es como un inmenso altar en el cual todo lo que tiene vida se inmola interminablemente, hasta la misma muerte de la muerte en sí. La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza. He estado viviendo con la muerte desde que me di cuenta de que podía respirar. Mi juego por excelencia es imaginarme muerto y roído por los gusanos. Yo soy una de esas personas para quienes todo lo relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuerza terrible que empuja hacia abajo. Si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla”.

Investigaciones más recientes sitúan la cifra de niños asesinados en 1000, tanto es así que la región quedó diezmada y tuvieron que pasar años para que se recuperara.

Su juicio final fue la horca, quedó colgado, en medio de los espasmos del ahorcamiento. Murió delante del gentío, el cual se vio inundado de lágrimas de los allí presentes.
Ejecución de Gilles de Rais, 1440.

Lo más curioso es que es considerado un héroe nacional en su país natal, Francia (más que nada por su trayectoria antes de la muerte de Juana de Arco).

Aclaración importante a tener en cuenta: Los textos entre comillas son transcripciones directas de la fuente de origen.

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